Por Carlos Burre
A veces, corregir un texto ajeno puede hacernos sentir el vértigo de entrar en la mente del autor. No digo un vértigo pánico, como Leonardo DiCaprio en El Origen, pero sí, creo, podemos advertir indicios sobre la vida de nuestro cliente: su formación, sus gustos, las vicisitudes de su vida, y bastante más. Esta información no surge de lo explícito del texto, sino de las correcciones que hacemos.
Mientras viví en la vieja Alemania, enseñé español en una universidad popular. Allí tuve una compañera (simplemente María), nacida y criada en Colombia, que ya llevaba unos diez años residiendo en el país. La diferencia entre ella y yo en el manejo del idioma alemán era colosal: aunque a María le salía el acento caribeño cuando hablaba con los locales, su vocabulario y su sintaxis eran admirables. Yo tenía un acento perfecto, pero recién llegado a la lengua, hacía reír a chicos y grandes por igual.
El tiempo pasó; ella regresó a su país natal y yo al mío. Con generosidad, se dedicó a escribir a tiempo completo un libro, en el cual narraría su experiencia con relación al campo laboral como residente extranjera en Alemania y Nueva Zelandia, donde también había vivido un año. Además, agregaba interesantes apuntes sobre su vida social y familiar en estos dos países y en Colombia. Yo tuve el honor de ser convocado para hacer la corrección del texto, y de paso, hacer algunos aportes extra sobre historia.
Durante el transcurso de la corrección, me di cuenta de que en ciertos pasajes, la estructura sintáctica del texto llevaba a zonas de incertidumbre, aunque cada tema tratado fuera bien simple. Más de una vez tuve que llamar a mi amiga para que me aclarase el punto. Algunas frases directamente no tenían sentido, y yo atribuía tal circunstancia al hábito de “cortar y pegar” texto sobre texto. A cualquier criollo puede escapársele una liebre idiomática. Sin embargo, un día de especial inspiración me di cuenta de la cruel verdad.
Claro, era alemán escrito en castellano. La estructura sintáctica del alemán es diferente a la del español, y nada sorpresivamente se parece bastante a la del latín en varios aspectos. Ese descubrimiento me puso en alerta temprana para seguir corrigiendo la obra desde un lugar más cómodo, aunque yo debía seguir preguntando, tal vez con menos frecuencia “¿qué quisiste decir aquí?”, por la desfiguración conceptual que subsistía.
Debe aclararse que María no es escritora profesional; viene del campo de la Economía, y, especialmente, del Marketing. Además, desde bastante antes de su regreso, había comenzado a consumir libros de autoayuda. Como ella hacía citas de estos libros en su propio texto, luego se necesitaba exorcizar también los demonios propios de esos autores, a quienes sospecho no les habían llegado aún noticias de los grandes de la literatura universal. Acaso ni siquiera de los más pequeños, como uno.
Estas filtraciones del alemán y de los “autoayudadores” que goteaban en el libro de María no agotaron los pesares idiomáticos. También había que reinterpretar los localismos, a los que traté de respetar todo lo posible. No es cuestión de sacarle el sabor a una obra de esta clase, en la que el lector debe comprender la idiosincrasia del autor para poder aprovechar su experiencia, que era el objeto final del libro.